Cada vez que regreso a
Madrid o Lima luego de varios meses me recibe en la casa un espectáculo
deprimente: una pirámide de libros, paquetes, cartas, e-mails, telegramas y
recados que nunca alcanzaré a leer del todo y menos a contestar, y que por
muchos días me deja la mala conciencia pertinaz de haber quedado mal con mucha
gente que esperaba una respuesta, una opinión, a veces una simple firma. En los
años sesenta, cuando empecé a recibir cartas y libros, los leía con cuidado y
respondía a todos esos corresponsales espontáneos con misivas que a veces me
tomaba varias horas redactar. Un día descubrí que si quería estar al día con
las cartas tendría que dejar de escribir y hasta de leer. Desde entonces ya
casi no contesto cartas y sólo alcanzo a leer una ínfima parte de los libros
que recibo. Sé que voy quedando mal con mucha gente y ganándome enemigos por
doquier, pero no tengo alternativa.
Eso sí, a veces,
hurgando en la pirámide y hojeando los libros que no agradeceré, me llevo
alguna sorpresa estimulante, como hace dos semanas, recién llegado a Madrid.
Más de un centenar de libros se habían acumulado en mis seis meses de ausencia.
Leía los títulos, la contraportada, los iba ordenando en pilas y olvidando,
cuando, de pronto, en un índice advertí que uno de los capítulos de aquel
volumen estaba dedicado a un humanista que admiro: Pedro Henríquez Ureña.
Comencé a leer esa fascinante reconstrucción retroactiva de la vida del ilustre
erudito dominicano a partir de su muerte súbita en el tren que lo llevaba de Buenos
Aires a La Plata a dictar sus clases en el modesto colegio en el que se ganaba
la vida y ya no pude parar la lectura hasta la última página del libro.
Su autora, Leila
Guerriero, es una periodista argentina y el libro, que recoge una veintena de
trabajos suyos —todos publicados en diarios y revistas con la excepción del que
reconstruye con soberbia eficacia la vida de Roberto Arlt, que es inédito—, se titula Plano
americano y está editado en Chile, por la Universidad Diego Portales. Me
temo que esta edición tenga una circulación restringida y no llegue a los
muchos lectores que deberían leerlo pues se trata de una colección de textos
que, además del mérito que tiene cada uno de ellos, muestra de manera
fehaciente que el periodismo puede ser también una de las bellas artes y
producir obras de alta valía, sin renunciar para nada a su obligación
primordial, que es informar.
Cada uno de estos
perfiles o retratos de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores,
cantantes, es un objeto precioso, armado y escrito con la persuasión,
originalidad y elegancia de un cuento o un poema logrados. En nuestro mundo, el
periodismo suele ser el reino de la espontaneidad y la imprecisión, pero el que
practica Leila Guerriero es el de los mejores redactores de The
New Yorker, para establecer un nivel de excelencia comparable:
implica trabajo riguroso, investigación exhaustiva y un estilo de precisión matemática.
Antes de enfrentarse a sus entrevistados (vivos o muertos), ella ha leído,
visto u oído lo que ellos han hecho, se ha documentado con rigor sobre sus
vidas y sus obras consultando a parientes, amigos, editores o críticos, leyendo
toda la documentación posible sobre su entorno familiar, social y profesional.
Sin embargo, sus ensayos no delatan ese quehacer preparatorio tan rico; al
contrario, son ligeros y amenos, fluyen con transparencia y naturalidad,
aunque, bajo esa superficie leve y ágil que engancha la atención desde las
primeras líneas, se advierte una seguridad y seriedad que les confiere una
poderosa consistencia.
Los perfiles de
Henríquez Ureña, de Arlt, de Idea Vilariño, de Nicanor Parra, del crítico de
cine uruguayo Alsina Thevenet, de la fotógrafa argentina Sara Facio, de Ricardo
Piglia, Juan José Millás y todos los demás, son una verdadera proeza narrativa,
por la cercanía que consiguen, introduciendo al lector en la intimidad de todos
ellos, en la pulcritud o el caos en que viven o vivieron, en los objetos de que
se rodearon, sus padres, mujeres o maridos, o hijos, y en su manera de
trabajar, en sus éxitos y fracasos, en sus grandezas y pequeñeces. Leila
Guerriero no interfiere jamás, nunca usa a sus personajes para auto
promocionarse, practica aquella invisibilidad que exigía Flaubert de los
verdaderos creadores (que, como Dios, “deben estar en todas partes pero
visibles en ninguna”). Estas figuras jamás alcanzarían la densidad que tienen,
el atractivo que emana de ellos, si la autora no escribiera con tanta
desenvoltura y exactitud, no dijera sobre ellos cosas tan inteligentes y no las
dijera de manera tan discreta y elegante.
La estructura de cada
uno de estos perfiles no respeta la cronología, el tiempo transcurre en ellos
casi siempre como un espacio en el que el relato avanza, retrocede, salta
continuamente del futuro al pasado y al presente para ir creando una
perspectiva poliédrica de estas personas, hasta dar de ellas una impresión de
totalidad, de síntesis que aprisiona todo lo que hay o hubo en ellas de
sustancial. El resultado es siempre positivo, todos los entrevistados terminan
por despertar la simpatía, a veces la admiración, a veces la ternura y casi
siempre la solidaridad del lector.
Porque otro de los
atributos de Leila Guerriero, raro entre sus colegas contemporáneos, es ya no
literario ni periodístico sino moral: el respeto con que se acerca a cada uno
de sus personajes, sus esfuerzos por llegar a entender lo que son y lo que
hacen sin que distorsionen su juicio los prejuicios y los clisés, el mismo
tratamiento respetuoso y neutral que da a las figuras consagradas y a los
artistas o escritores de menor significación o todavía principiantes. En este
sentido, está en las antípodas de los celebrados periodistas norteamericanos
del “nuevo periodismo” y sus frenéticos desplantes, del exhibicionismo que
lucían entrevistando a estrellas a fin de desmenuzarlas y levantar sobre sus
escombros estatuas a la gloria de sí mismos, a su picardía o inteligencia (en
verdad, a su egolatría y deshonestidad). Ni una sola de las entrevistas y
perfiles de Plano americano se permite esas licencias abusivas y
vanidosas del periodista-espectáculo; todas ellas delatan, además del talento
de su autora para rastrear las fuentes más íntimas de la vocación y creatividad
de los autores, una voluntad de juego limpio, de objetividad y autenticidad, lo
que dota a sus textos de una gran fuerza persuasiva: los lectores le creemos
todo lo que nos dice.
Otro de los mejores
hallazgos de su técnica narrativa es la eficacia de las citas. Sean frases
tomadas de libros o artículos, o dichas por sus entrevistados, vienen siempre
como relámpagos a iluminar un rasgo psicológico o delatar una manía, una
obsesión, un recóndito secreto que explica cierta deriva existencial o motivo
recurrente, algún detalle que de pronto esclarece algo que se anunciaba hasta
entonces de manera informe y subrepticia.
En los años cincuenta,
Truman Capote, un maestro de la publicidad, lanzó la idea de la novela-verdad,
de la novela-reportaje, a raíz de A sangrefría, su minucioso
testimonio sobre un crimen cometido en un pueblecito estadounidense. Leyendo
este libro de Leila Guerriero he recordado mucho aquellas tesis de Truman Capote,
porque me parece que esta periodista argentina hace realidad, con más provecho
todavía que el escritor norteamericano, la idea de que los recursos y técnicas
de la novela pueden ser utilizados para enriquecer un reportaje o un trabajo de
investigación. Mi impresión es que en los casos de Truman Capote, Norman
Mailer, Gay Talese o Tom Wolfe, lo literario llegaba a dominar de tal modo sus
trabajos supuestamente periodísticos que estos pasaban a ser más ficción que
descripción de hechos reales, que la preeminencia de la forma en lo que
escribían llegó a desnaturalizar lo que había en ellos de informativo sobre lo
que era creación. No es el caso de Leila Guerriero. Sus perfiles y crónicas
utilizan técnicas que son las de los mejores novelistas, pero su método de
estructurar los textos, utilizando distintos puntos de vista y jugando con el
tiempo, así como dando al lenguaje una importancia primordial —tanto en la
elección de las palabras como en sus silencios—, no llegan jamás a prevalecer
sobre la voluntad informativa, están siempre al servicio de ésta, sin permitir
que la forma deje de ser funcional y termine por trascender aquella
subordinación a la realidad objetiva, que es el dominio exclusivo y excluyente
del periodismo.
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